lunes, diciembre 21, 2009

Cuando la sangre huele

Había que mudarse de ese departamento. Ese era un pensamiento que rondaba en mi cabeza todos los días cuando metía la llave en esa vieja puerta de madera. Algo extraño y maligno sentía cada vez que entraba a ese lugar, y qué decir de mi pieza. Yo me quería ir, pero no tenía ni la plata ni el tiempo para buscar otra cosa. Así pasaron las semanas y con ella llegaron los meses. Hasta que decidí hacer un cambio. Trabajé más turnos nocturnos, vendí mis cheques restaurant, y hasta me bañé con agua helada, todo en pos de ahorro. Pero el chanchito no engordaba, así que tuve que tomar decisiones más drásticas. La casualidad que en esa fecha mi amiga Paula tenía un amigo español que visitaba Chile y necesitaba un lugar con las tres B: bueno, bonito y barato. Miré el calendario y coincidió que me tocaba horario nocturno, así que le ofrecí mis aposentos por las noches durante tres días por una módica suma. “Estupendo”, me dijo la Paulita y le avisó a Joaquín que ya le tenía listo el lugar.
El primer día no hubo problema. Yo me iba a la pega cuando él llegaba cansado de sus visitas turísticas con mi amiga, y por la mañana él se levantaba temprano para seguir con la rutina, por lo que cuando yo llegaba, él ya no estaba. Y así pasó también el segundo día. Fue en el tercero, ¡ay mi Dios!, que pasó el escándalo.
Eran las siete y media de la mañana, y faltaba media hora para salir del turno, cuando mi amiga Paula me llama al celular.
-Giannina, ¡necesito urgente las llaves de tu departamento!- pedía con voz angustiada.
-¿Qué pasa Paula?
-El Joaquín me llamó recién. Dice que se desmayó y que ahora no se puede levantar.
-¿Está bien?
-No lo sé. Me pidió que lo fuera a ver.
-Ya, juntémonos en la estación Tobalaba en 10 minutos.
Y ahí fui yo, apurada, corriendo casi, por pensar que el pobre tipo le había pasado lo peor. “Angelito lindo”, suplicaba, “no me abandones otra vez. Recuerda que hicimos un pacto y yo te puedo utilizar dos veces por año. Me queda una”. Repetía todo el camino hasta que vi la cara de la Paulita. Pobrecita, ella ya daba por muerto al pobre hombre. “Angelito, parece que voy a utilizar ese comodín que hablamos el otro día, porque esto parece grave”.
Las ocho estaciones de metro se sintieron eternas, más aún por el silencio y la cara de velorio que llevaba mi amiga. Después de repasar los peores escenarios, de sentir esto como una señal para cambiar de lugar y de hacerle tantas preguntas a mi mala suerte, llegamos finalmente a la estación del departamento. Santa Ana. Subimos corriendo al cuarto piso de edificio, y ya cuando íbamos en el tercero el olor a putrefacción se sintió como una bofetada. Temblando puse la llave en la cerradura y cuando abro la puerta, el olor nauseabundo, de sangre putrefacta invadía el lugar.
Joaquín estaba tirado en el pasillo, entre el baño y el dormitorio, rodeado de sangre y casi inconsciente. Yo me quedé en la puerta, me era imposible avanzar más, porque a cada paso que me acercaba al él, el olor era cada vez más fuerte. Fue la Paulita quien corrió al lado de Joaquín y fue tocarlo para ver si tenía pulso. Estaba vivo. ¡Menos mal! Agarro el celular y pienso en marcar el número de la ambulancia. Pero ¿cuál es? Yo no lo sabía, la Paula no lo sabía. Una agenda buscaba yo con una mano, porque con la otra me tapaba la cara para ocultar el asqueroso olor que seguía golpeando mi nariz.
La ambulancia llegó media hora después, con tres paramédicos. Dos mujeres y un hombre. Yo los esperé en el balcón porque no había ninguna reconciliación con el olor. Mi amiga fue más estoica y se quedó a su lado todo el rato.
-El hombre acaba de sufrir una melena –dijo el paramédico más joven mientras la primera mosca se posaba sobre Joaquín- Hay que estabilizarlo primero y luego trasladarlo al hospital.
Otra media hora pasó, porque más encima al pobre hombre no le encontraban la vena. Treinta minutos más se sumaban porque había que cranear cómo bajarlo del cuarto piso al primero sin hacerlo caminar y sin ascensor en el edificio. Finalmente a alguien se le ocurrió ocupar una silla de plástico y llevarlo sentado hasta la ambulancia. Diez minutos adicionales para la maniobra, mientras yo pensaba cómo limpiaba ese hediondo escenario.
Finalmente, a las 10 de la mañana, la Paulita se fue con Joaquín, los tres paramédicos y el doctor al hospital. Yo me quedé ahí, mirando siempre desde la terraza, viendo la posibilidad hasta de tirarme por el balcón. Inhalar. Exhalar. Inhalar. Exhalar. Tomé el celular y miré en mis contactos para ese número que ya me había ayudado una vez en momentos de crisis.
-Abanic, limpieza y confianza, buenas tardes ¿en qué le puedo ayudar?
Dos semanas después me mudé.

domingo, julio 26, 2009

¿Qué pasa con la pelota?


Mi gata tiene la manía (o a lo mejor enseñanza) de recoger una pelota de papel, tomarla con su hocico y traerla al lugar donde estoy para que se la vuelva a lanzar. El juego del ‘tira y regresa’ ya es cotidiano en nuestra rutina diaria y se transforma en el escape más próximo para salir del fastidio diario. De tanta repetición, ella misma se da cuenta de la monotonía del juego y para sorprenderme oculta la pelota detrás de un sillón, o de un mueble o incluso a veces se echa encima de ella para cortar la ilusión; intenta distraerme del repetitivo juego que me cansa para regresar diez minutos más tarde con el mismo ovillo de papel.
A lo mejor la vida es eso. Todos esperamos atentos que ‘esa pelota’ se eleve por los cielos escapándose de las manos de ESE dueño y así viaje en un rumbo vigilado por nuestras expectativas. A lo mejor cae a nuestro lado, pero eso no sería interesante ¿cierto?. A lo mejor se esconde debajo de esa cama que espera otra ocupación que sólo ser la moradora de sueños. A lo mejor se esconde detrás de una pareja que pronuncia el amor sin siquiera saber qué significa. A lo mejor desciende con las ideas de un progreso personal, o simplemente nunca llega a mí para tomarla y relanzarla con ironía.
La verdad es que yo no entiendo como mi gata tiene la paciencia para esperar que esa pelota se eleve todos los días por el departamento como si fuera hecha de un papel nuevo; como si fuera lanzada por otra persona. A lo mejor, lo que debo igualar es su actitud de esperar que sólo llegue esa distracción elemental en nuestras vidas con un gesto más amable.