“No somos aves para vivir en el aire,
No somos peces para vivir en el mar,
Somos hombre para vivir en la tierra”
Bernardino Díaz Ochoa, Líder Campesino
El cotilleo de la muerte producida en Las Tablas Rotas gritó cuando el sol ya se hundía en los cerros y los pocos huéspedes ajustaban sus ropas para luego oír la desgracia y la ventura de quienes desearan contarla.
— ¡Ha muerto Catarino Maravillas! —anunció el niño con voz de última noticia para el diario local —. Lo mató Heraclio Bernal.
María Clara escuchó los gritos mientras recorría los cochambrosos pasadizos envueltos de olores y muertes sentimentales. Su mirada entrenada de lucidez y desafecto se desfiguró por las palabras anunciadas. Su cuerpo intacto por los años se detuvo en seco cuando el apellido del hombre tantas veces proclamado en sus labios fue anunciado por el chamaco. Alcanzó al muchacho cuando su voz ya se escuchaba en la otra calle para seguir anunciando las balas puestas por el gatillo de Heraclio.
— ¡Niño, niño! — gritaba y jadeaba la mujer.
Logró atrapar su delgado brazo sin dejar de revelar el desconsuelo. La angustia de su voz demarcaba la importancia de saber, de escuchar lo que no era real. Pensó en todas esas lunas en que limpiaba sus armas, en que trataba de convencerlo para que no continuara alentando a sus enemigos, pero el hombre ya tenía su tumba comprada y los ojos del niño no mentían, su honesto rostro le revelaba la tragedia.
— Catarino todavía está en Las Tablas Rotas.
No necesitó más. María Clara corrió hacia la calle Cortés sin importarle el Mesón del Mar y se valió de la esperanza guardada por años para lograr traspasar la puerta de la cantina que todavía atendía.
El bar no estaba lleno, pero la sola llegada de la mujer logró voltear las cinco cabezas que gastaban el lugar, incluida la del gordo guitarrero sentado en la otra esquina que nunca dejó de tocar el triste corrido, anticipándose al infortunio. María Clara no miró a nadie, caminó con firmeza los cinco pasos para llegar al cuerpo inerte sentado frente a la barra, apoyando su cabeza al lado de la botella vacía de tequila. Notó que dos forados le maldijeron el cuerpo. Uno atravesaba su espalda y el segundo se refugió en su cabeza, fue ese último tiro, seco y cercano, el que sólo provocó un hilo de sangre en su frente. Sus dedos se atrevieron a tocar el líquido frío mientras un trago de saliva amargo pasaba su garganta.
— Tú debes ser la María Clara Flores.
Esas palabras la sacaron del ensimismamiento y giró su cabeza sin salir de la posición en que se encontraba. El hombre que la llamaba estaba sentado a su lado, vestía completamente de negro y a su costado aguardaba un sombrero roído por el tiempo. Comía un pedazo de chorizo que acompañaba por una botella de tequila, la misma dieta de Catarino, pensó.
— Y tú debes ser Heraclio Bernal — pronunció las palabras con lentitud, con odio.
El cantinero retrocedió hasta la esquina cercana a la salida mientras agarraba una botella de mezcal esperando el ataque vehemente. Heraclio no se inmutó por la creciente tensión y sólo se digno a apartar el plato que tenía delante. Tomó el sombrero para dejarlo caer en su cabeza con prestancia ya entrenada para luego beber el último sorbo de la botella de tequila y decir:
— Él buscó las balas. Me enfrentó pensando que era un desconocido, y como un desconocido lo maté — sentenció.
El guitarrero seguía en lo suyo, esperando que la música templara la mirada de odio que se fijó en los ojos femeninos ya resignados, mientras se incorporaba del asiento para enfrentar al hombre que la dejó todavía más sola en el mundo. Tenía tanto que gritar, tanto que llorar, pero sólo se resignó a tomar el cuerpo de Catarino entre sus brazos para moverlo a su regazo mientras le decía a Heraclio.
— ¿Qué le dirás a Dios cuando sepa que has matado a mi milagro?
(veamos cuántos tiene paciencia para leerlo completo)