La tercera lágrima le sirvió para levantarse. Daniela pensó que el golpe y los moretones saldrían con el tiempo. Sacudió su vestido verde recién comprado y pensó “la mugre se puede sacar”.
Rescató su bicicleta tirada en los matorrales y pedaleó con fuerza hasta su casa. Los paisajes florecientes y esperanzadores que disfrutaba siempre, ahora se transformaban en el recorrido sin foto y la llegada con escupos de la tierra no querida.
María cocinaba lo de siempre. Lo sintió por el aroma que llegaba a su nariz. Era la “especialidad de la casa”, el plato de agua rellenado por papas. Mientras el calor de las paredes a medio terminar se confundía con el carbón calentado en el brasero, su madre preguntó: “¿Cómo estuvo tu día?”. Su mano cansada y arrugada revolvía la olla sin esperanza. “Igual”, contestó Daniela mientras besaba su mejilla, “superable como todos”.
Se dirigió a la bañera que estaba a medio patio, y quitándose la ropa pensaba “esta no es mi primera vez, esta no es mi primera vez”, repetía mientras el jabón refregaba todo su cuerpo. El agua quitó el barro, removió las caricias, pero jamás arrancó el sufrimiento.